Desde que mi pegotito nació han estado controlando su peso. Como os dije, nació con 35 semanas y 2,115 kg. No fue un peso muy, muy bajo, teniendo en cuenta que hay bebetines más prematuros que llegan a este mundo con medio kilo o kilo y poco. Pero como no comía mucho al principio (motivo por el cual tuvo que estar unos días ingresada en neonatología), cada mes hemos ido a pesarla.
No es una niña que esté rolliza, aunque tampoco está en los huesos. Nunca me ha importado, ni a su pediatra ni enfermera, que estuviera fuera de los (odiosos) percentiles, sino que fuera cogiendo peso a su ritmo y que estuviera sanota. Pero es que llevamos varias revisiones que coge muy poquito. Lo achacamos a que ha ido encadenando infecciones en los últimos meses (una gastroenteritis súper heavy, una bronquiolitis, algún que otro virus intestinal…) y claro, la pobre no come igual. ¿Quién se mete un plato de lentejas cuando está malo? ¡Ni Falete!
Total, que mañana tenemos que pesarla. Y me estoy empezando a agobiar. Tanto que no sé si entraré en la consulta o dejaré que entre su papá solo. Es que me están asaltando dudas de si seré yo la responsable, de si es que no le doy bien de comer, bla, bla… Esa costumbre que tenemos las madres de echarnos la culpa de todo, pero que no puedo controlar.
Es que en la revisión del año, justo después de haber tenido la gastro, el pediatra tras pesarla me dice: siéntate aquí y dime qué come la niña. Yo me quedé muerta, porque además lo dijo con un tono que pensé: «Ahora mismo me cambio de pediatra». Y luego dijo: «Ah, es verdad, es que ha estado con gastroenteritis».
Dejando a un lado los kilos, ella está estupenda, dando sus primeros pasos, con unos dientes que parece un ratón y siempre sonriendo.
En fin, mañana será otro día… 😦
Si te ha gustado, ¡compártelo!
Me gusta esto:
Me gusta Cargando...