Hola a todas y todos.
Soy la otra parte contratante y hoy os voy a contar cómo fue mi experiencia en el parto de Pegotito.
Pero para hacerlo de una forma desenfadada, os lo cuento en verso.
Todo comenzó de forma inesperada un martes a las tres y media
cuando yo no esperaba nada.
Decíame por teléfono la inminente progenitora:
“¡Joder, ha llegado la hora!
Y, con la verdad por delante,
te digo que he inundado la tarima flotante”.
“¡Ay madre!”, respondí,
y sin tiempo que perder,
deje de funcionar al ralentí,
y decidí echar a correr.
Coreado por los vítores de mis compañeros de trabajo,
salí corriendo a destajo,
buscando un taxi inexistente,
y es que estando en España, los taxistas a esa hora comen o duermen prudentemente.
Y, sin más, salí pitando como alma que lleva el diablo,
uno o dos kilómetros, qué sé yo,
a mí se me hicieron como una maratón,
porque aunque esté de salud vigoroso,
un octubre caluroso,
y un plato de lentejas como un camión,
le dejan a uno poco rumboso,
restando capacidad de reacción.
Porque de todos es sabido que el cambio climático,
y las comidas copiosas,
son incompatibles con el ejercicio aeróbico,
y las carreras presurosas.
Cuando estaba a punto de echar por la boca los pulmones,
por fin vi un taxi al que paré con gritos y gesticulaciones.
“Tranquilo, tranquilo”, díjome el taxista, “¡que ya estás montado!”,
“¡Arreando para el hospital!, que mi novia ha roto aguas y menudo susto me ha dado!”.
“¡Que no cunda el pánico!,
que soy padre de dos churumbeles,
y para que no ocurra algo trágico,
en estos casos es importante no perder los papeles”.
Adelantando coches como en una videoconsola,
llamome la ya inminentísima progenitora,
con voz tranquila y diciendo alegremente:
“Estoy en la puerta, ¿voy entrando o te espero prudentemente?”
“Pues hombre, para evitar una escapada inesperada como en el tour,
quizá sea una buena opción entrar,
no sea que a la flauta le dé por sonar,
y la niña se crea que su padre es el de Prosegur”.
De allí directos al paritorio,
pasando por interminables pasillos,
llegamos a nuestro relativamente cómodo dormitorio,
mientras nuestra vida anterior se nos caía por los bolsillos.
Y cuando la casi mamá a lomos de una pelota de pilates cabalgaba
y la maquinita de las contracciones andaba mirando,
una señora en el paritorio contiguo gritaba,
con mirada de circunstancias nos decíamos: “¡Joder, qué mal lo está pasando!”.
Menos mal que un rato después, de un niño se oyó el llanto,
nos miramos otra vez y nos dijimos con alivio: “¡No fue pa´tanto!”
Así fueron pasando las horas, entre esfuerzos y sudores,
hasta que vimos asomar una cabecita,
y a continuación el resto de la pequeña cosita,
en medio de un montón de sonrisas y clamores.
Esa personita, con gesto de extrañeza,
como un chino de torero vestido,
buscando en ese raro mundo alguna certeza,
decía con la mirada: “¿A dónde coño he salido,
y sobre todo, por qué me pesa tanto la cabeza?”.
Y como un tsunami que puso nuestro mundo del revés,
y nos metió en benditos problemas,
empezamos a correr campo a través,
con las alforjas un poco más llenas,
porque al contrario de lo que dicen las matemáticas,
para algunos prácticas, para otros antipáticas,
uno más uno no son dos, sino tres.